sábado, 5 de abril de 2008

Sólo piel

Luther King defendió los derechos de los blancos durante años. Nuestro pueblo se liberó de la esclavitud, pero los negros nos siguen pisoteando por el color de nuestra piel. El mundo es negro, el esmalte de la pureza. Eso estudié en aquel curso de la psicología de los colores y cómo influyen en la percepción que tiene el ser humano del planeta. Por lo visto, según nuestra cultura o incluso nuestros padres, los colores pueden sugerirnos una cosa u otra sin saberlo. Descubrí que el blanco era síntoma de ideas pesimistas y claras, tristes. Aunque yo no era un blanco en un país de negros con ideas preconcebidas sobre las tonalidades y decidí cursar en España mi último año de Psicología. Un país de tostados en el que ser blanco era síntoma de pobreza y en el que te sindicaban a los campos de cultivo o a los trabajos que nadie quiere.

Me dieron una beca para estudiar en Almería, llena de nigerianos. Cuando pasabas frente a un compatriota siempre esgrimías una mirada furtiva de comprensión. Como una gemido de alivio al ver a alguien en tu misma situación. Había muchísimos blancos recogiendo fresa en los campos, hacinados en pequeñas casas prefabricadas. Vivían una situación denigrante. Yo tampoco lo pasaba demasiado bien en la universidad. Todos me miraban por los pasillos. Todos se extrañaban de que hubiese un sin color allí. Pensarían que me había escapado de algún campo de cultivo... Pero yo ignoraba todo aquello. Mis compañeros de piso también eran extranjeros y no me decían nada. Al contrario, la inmigración en sus países había sido masiva en otros tiempos y estaban habituados. Uno de ellos era alemán, un negro de lo más puro: cuerpo atlético, tez opaca, pelo rizado y ojos brunos. El decía que en Alemania casi todos eran como él. Lo que no incluía en que fuesen racistas. Nunca hablamos de las por sabidas barbaridades de Hitler durante la guerra, ni de los millones de blancos que murieron en los campos de concentración. Recientemente se supo que una de las torturas más comunes era ver si un nevado soportaba la sangre de un negro. Si lo conseguía lo liberaban. Consistía en meterlo en una bañera y simular que le inyectaban sangre de un oscurecido al tiempo que supuestamente le extraían la suya, viendo como caí en la bañera en la que estaba metido. Todo era un engaño, una prueba psicológica que finalizaba en desmayos, ataques de histeria o infartos. Pero Dieter no era culpable de aquella época tan turbia de su país. Me espetaba constantemente que si tenía algún problema con los racistas que lo denunciase y que no permaneciese callado. El inconveniente era el miedo. Incluso cuando mi culto profesor de psicología cognitiva reveló en clase, en un graso error, que los estudios sobre el color ratificaban que el racismo había desaparecido. Era de suponer que todo el mundo sabía ya que las sensaciones que produce el color sólo son culturales o sociales. Lo que no me quedaba muy oscuro. Lo miré fijamente a los ojos y justo cuando iba a rotularle el incidente de El Egido, allí mismo en Almería, hacía unos años, en el que cientos de negros persiguieron a los blancos que colonizaban la ciudad, prueba suficiente para saber que se equivoca, un chico levantó la mano y le soltó lo mismo. El profesor rectificó al instante, sin mirarme, ignorando mi presencia. Escamoteando el salpicón blanco que calentaba una de las sillas de la parte central de la clase. Es humano errar y molestarse al rectificar, síntoma de que sabía que todavía existía el racismo. Cuando un tema está superado, cualquier alusión al mismo está por encima de discusiones obvias. Todavía existía el racismo.

-El nombre de Ovidio tiene un pase.

-Dieter, es obvio de dónde es con mirarle a la cara.

-Si nos pregunta el casero le contamos que es universitario y de buena familia.

-Espero que no lo vea. Menos mal que le acogimos en el piso. Lo habría tenido difícil con tanto inmigrante sin papeles. Pero como llegó hablando ese inglés tan perfecto…

Olivié era mi otro compañero y gran amigo. El francés tardó poco en sincerarse y explicar que París era un conglomerado de culturas en donde encontrar un auténtico galo era difícil. De hecho, él tenía allí un pequeño círculo de amigos del colegio, todos negros, pero ya en el instituto conoció a muchísimos marroquíes y blancos de distintos países de África. Hacía bastantes años que estos sectores de la población habían llegado a Francia para dedicarse a los trabajos que nadie quería, como mano de obra barata. Claro, ya habían pasado muchos años y los hijos que tuvieron se habían criado como franceses. Y muchos habían alcazo una posición respetable tras sus estudios o distintas circunstancias. Por supuesto, los recientes incendios en casas en las que había hacinados hasta 40 blancos, ponían de relieve que todavía había problemas. Punto en el que se detuvo en más de una ocasión para hacerme entender que él no era racista, pero que él también quería una casa gratis (como ellos exigían) y no era cuestión de darles una por ser de otro país. Lo que no podía negarle lógico.

Ahora lo veo todo más claro. Perdón, más oscuro. Resulta que hay muchos compañeros negros que después de varios meses en la facultad se han acercado a mí e incluso salimos juntos. Ayer nos tomamos unas cañas en un bar de blancos. Yo era el único africano, pero como estaba con ellos nadie me prestó atención. Cuando después de un buen rato nos tiramos a la pista de baile todos estaban atemorizados porque decían que los negros bailan muy bien. Curiosamente, yo era uno de los claros más patosos que incluso yo mismo conocía.

¡El último día de clase! Estoy harto de los colores y su psicología. Lo único me gustaría recordar es que el rojo es síntoma de peligro o de lo pasional. Mientras el profesor alegaba sus últimas aseveraciones estuve apunto de proponerle un último experimento: hacernos una herida, un blanco y yo, y dejar manar la sangre para ver si tenía el mismo color. Al tiempo que los compañeros escribiesen sus sensaciones sobre el color carmesí. Hubiese apostado a que alguno pensaría que la sangre de los albos era más clara o incluso que lo mirasen a él más que a mí creyendo que la herida me dolería menos por mis aptitudes genéticas.

Mis últimas semanas en Huelva fueron muy divertidas. Dieter decía que éramos un extraño trío de extranjeros. El rubio, el moreno y el negro. Yo les decía que si el mundo fuese al revés hubiesen sido mis sirvientes. A lo que Olivié contestaba que me fuese a cultivar fresas. No me molestaba. No, eso era lo bueno, nos reíamos de la propia segregación porque no la había entre nosotros.

En el aeropuerto volví a recordar las palabras de mi buena amiga Lenora. En la aduana no me registraron porque qué les importaba lo que sacase de su país. El policía me miró de arriba abajo y me dejó pasar sin más.

-¿Ya vuelves a tu país?

-Sí. Vuelvo a Nueva York. ¿Y tú?

-A Nigeria.

Era otro chico negro junto al que me había sentado. Estaba harto de que la gente me mirase mal cuando me acomodaba junto a ellos. Con un chaval de mi raza simplemente hablaría de lo que fuese. Lo curioso es que conversamos en inglés. Mucha gente no lo cree, pero no todos los negros hablan un idioma africano.

Subí al avión y la azafata no se extraño de mi presencia. Era tan azul como yo. Al igual que todo el pasaje. Incluso los dibujos de los muñecos que había en las instrucciones en caso de emergencia. Ahora sí que me sentía cómodo. Ya estaba al borde de encontrarme entre los míos. Pasaron bastantes horas hasta que llegué a mi ciudad natal. Mi familia me recogió en la misma terminal del aeropuerto. Todo era tan azul que me sentía parte del ambiente. Pero a lo lejos descubrí una chica verde que paseaba dubitativa buscando algo. No es que fuese tan verde, sino que el resto de añiles del pasillo por el que se deslizaba inundaban todo el espacio. Era una pincelada de color entre tanta homogeneidad. Para quien lo quisiese ver así, cualquier otro hubiese pensado que rompía la preponderancia del marino. Al llegar a mi barrio ya no me acordaba de que yo también era azul. Ni de que alguna vez me sentí extraño fuera de aquellas construcciones de hormigón. Eso sí, recuerdo perfectamente que sentí que nunca estaría igual de cómodo que allí. A los pocos meses cogería otro avión rumbo a Inglaterra en donde intentaría resolverme la vida. Elegí aquella ciudad por lo cosmopolita que era. Una vorágine de razas y culturas juntas en las que era imposible destacar.

El metro londinense es extraño. Nadie se fija en nadie. Todos tienen una apariencia distinta y no llaman la atención. Es un pacto tácito de que nadie se mofará de otro por ser de una forma peculiar. Ya hace casi un año de los atentados islamistas. El recelo se palpa en el ambiente, pero es imposible saber de qué religión eres. Además, si al menos nuestra piel no fuese anaranjada. Así es fácil confundir a unos con otros. Sólo hace falta vestirse de una forma concreta. Bueno, excepto por el color del pelo. Los nigerianos y las razas que pueblan las zonas del sur del planeta lo tenemos más bien rosa, lo que nos delata. Es extraño, pero siempre las culturas del sur del globo terráqueo han estado más deprimidas económicamente. Menos desarrolladas y desde tiempos inmemoriales sirven como fuente de recursos primarios, ¿será por eso que somos peores que el resto del mundo que puebla la parte norte? ¿Qué diferencia hay en que ellos tengan el pelo de color marrón y la gente del sur de color rosa? Aún así es una gozada vivir en esta ciudad. Incluso los pelos marrones abundan en los restaurantes de comida basura. Incluso algunas mañanas tengo la sensación de que hay más pelos sonrosados que marrones vestidos con trajes de chaqueta en el metro. Tal vez algún día se vuelvan las tornas y seamos nosotros quienes dominemos el mundo.

“¡Dominemos el mundo, seamos los mejores!”. Un hombre con firmes convicciones, pensé en sentido irónico cuando lo escuche. De vez en cuando siempre se cuela en el metro algún loco que dice ser el Mesías de una nueva religión. Y que por supuesto, está convencido de que es la auténtica y de que triunfará sobre las demás. Encima tiene el pelo rosa. Por suerte, aquí, en Londres, nadie se fija en el color del pelo. Aunque ya no me acuerdo de si era rosa o marrón el color de pelo de los desfavorecidos. El supuesto Mesías está desordenando mis ideas. Acabo de escuchar a dos personas de pelo rosa comentando que era una pena que hubiese asquerosos pelirosas como él.

Salí del vagón corriendo, extenuado cognitivamente. Cuando recobré la noción de la realidad volvía a estar en Londres. Había llegado hasta un barrio llamado Piccadilly Circus. Atravesé un barrio chino lo más rápido que pude entre todos aquellos orientales de ojos grandes y verdes. Hasta que tropecé con uno que me preguntó si me encontraba bien.

-¿De dónde eres?

-No te lo digo.

-¿Por qué?

-Puesto que ya habrás pensado algo sobre mí sólo con ver mis características físicas y me prejuzgarás todavía más. Y si concreto la zona exacta del mundo a la que pertenezco, terminarás por ratificar tus prejuicios.

-Aunque vendo calentadores y nací en un barrio de las afueras de Londres, por una vez haré de chino: “El pájaro nace en el nido y muere en el aire”.

-No me cuentes historias. ¿Qué dices?

-Qué olvides que el mundo tiene color. Un día el sistema necesitó tener buenos y malos. Un día una parte de la humanidad necesitó que otros trabajasen por él y creó un sistema bipolar en el que siempre hay algo bueno porque lo hay malo. Tú tuviste la mala suerte de caer en la parte de los malos. Yo nací aquí, pero muchos piensan que sé artes marciales y mi dieta es el arroz. Ya ves, me encantan las hamburguesas. ¿Pero crees que voy por el mundo compadeciéndome por mi color de piel? No pienso que soy raro, como tú. Sólo que soy diferente a ti y todos los que me rodean, incluyendo a los chinos. Sólo soy yo. Peter, el de raza china, el inglés, el ser humano.

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