martes, 1 de abril de 2008

Frutas robadas

Posó su bicicleta sobre el asfalto. Transmutó sus piernas en fuertes pilares de potencia y pedaleó enérgica hacia la frutería, chocó primero con el escalón de la acera y luego voló hacía las manzanas y los limones.

Nadie le había ofendido tanto en su vida. Contaba a las vecinas que el frutero era un ser anodino, omitiendo ciertos detalles. “Es un cerdo sin escrúpulos. Me dice de toda clase de guarradas cuando paso por delante de la tienda”.

El frutero contaba su propia versión de la historia a sus clientas: “Mentirosa, engreída y manipuladora. No haberme dicho que le parecía muy guapo y que su marido la tenía falta de cariño. Me dijo que ojalá tuviese un hombre como yo en casa”.

Las frutas no fueron un buen colchón. Los limones y las manzanas que asomaban a la calle estaban colocados en un mostrador de madera y el impacto tuvo aciagas consecuencias. Su melena roja quedó teñida de jugo cítrico en cada redoble de sus rizos. Su piel de leche relucía moratones con formas de manzanas y limones.

El están venció rápidamente y la chica, de 32 años, quedó tendida sobre la macedonia de frutas. Al caer, se dio un fuerte golpe en la cabeza con uno de los maderos y se desvaneció.

Siempre creí que las historias de mi barrio eran como las de los demás. Tenía siete años y mi madre me llevaba al colegio. Era mi primer día de clase. Una mujer, de la edad de mi madre, se estrelló con su bicicleta contra la frutería. Mamá me dijo que siguiese andando, había mucha gente y atenderían enseguida a la muchacha.

La mujer a la que operé era como la que se estrelló contra la frutería, en mi primer día de colegio. La bata de operaciones dejaba ver sus piernas, un moratón en forma de manzana adornaba uno de sus muslos.

Abrí la carne y comenzó a salir jugo de limón. Mi bisturí tembloroso se echó hacia atrás. La mujer salió de la anestesia. Abrió de súbito los ojos y, al tiempo que se incorporaba, me susurró que el frutero era mi padre…

Con todas mis fuerzas, estreñido de lágrimas y sin aliento, seguí musitando en mi cama. Ninguno de mis viajes imaginarios era lo suficientemente duradero como para convertirse en real… La frutería estaba a punto de abrir. Mi ventana daba justo a la tienda y cada día veía al pequeño hombre moreno de bigote levantar la reja de su comercio.

Tengo 17 años… Soy como muchos otros niños del barrio, físicamente. Como el segundo hijo de la mujer que se estrelló contra la frutería. Vive en la tercera planta de mi bloque. Coincidimos en el ascensor bastante a menudo y los dos nos hemos descubierto mirándonos en el espejo que hay.

Al igual que muchas parejas del barrio, mis padres están divorciados. Los vecinos dicen que la mitad de los niños de aquí son hijos de aquel enano bigotudo. Una vez me dibujé un bigote y era como él.

Ayer bajé a jugar un partido de fútbol con mis vecinos. Al hacer los equipos, uno de los chicos dijo que los hijos bastardos del frutero formaríamos uno de los equipos. Terminamos a torta limpia. Les dimos una buena paliza. Seremos pequeñitos, pero también matones. Yo soy hijo único y, bueno… fue la primera vez que sentí que hacía algo con mi familia… Era indudable que nos parecíamos demasiado.

Mi padre venía a vernos muy poco y aunque dudaba de que fuese el biológico, para mí era como si lo fuese. Era mi padre, más allá de cualquier gen absurdo. Ese día hablamos un rato antes de la hora de la comida y se fue cuando mamá llegó del trabajo.

Comía una manzana en el salón tras el almuerzo cuando volví a mi cuarto. Me quedaba el corazón y oí la reja de la frutería. Abría en ese momento. Engatillé al frutero y lancé con todas mis fuerzas el cadáver desde mi ventana. Me escondí y escuché un grito. Le había dado… Mi hazaña se propagó por el barrio y mis supuestos hermanos dedujeron que había sido yo. Vinieron a buscarme y me pidieron que bajase a la calle.

Coincidimos en que el frutero tenía demasiado que contar y poca valentía para afrontar sus actos. Los chicos y yo decidimos apresarlo una tarde antes de que cerrase la tienda.

La última clienta desapareció y nos metimos los cinco. Uno cerró la reja y los demás le taponamos la salida cuando quiso escapar. Lo retuvimos. Nos miró desesperado y comenzó a llorar. Antes de preguntarle nada, nos dijo: “Sí, sois mis hijos. ¿Creéis que podría haberos ayudado con una simple frutería? Ya tengo mi propia familia…”.

Le dimos una paliza y desaparecimos de allí. Nunca nos denunció. Nunca nos hizo un reproche.

Salí de la sala de operaciones y recordé cuando era un crío. Cuando a mis 17 años descubrí de quién provenía la mitad mi cuerpo. Así fue como decidí que la mitad de mi mente sería mía. La aprovisionaría de mi vida. De las frutas del mundo que yo quisiese.

Mis compañeros estaban helados:

-¡Doctor, le ha temblado el pulso al hacer la incisión! ¿Y por qué le mirabas tanto las piernas a la paciente? Era guapa la pelirroja, pero…

-No me creerás, pero hace muchos años que operé a esa mujer. Con 17 años, antes de saber quién era yo.

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