jueves, 3 de abril de 2008

Calibre 9mm

La palabra “segundo” equivale al tiempo que tardo en decirla. Es lo que una hormiga no desperdiciaría y un humano ignora, lo que dura pisarla y lo que esperamos para inmediatamente seguir con nuestra vida. Aunque para ella la existencia sea mucho más corta y mientras la suela de nuestro zapato se acerca lentamente sea capaz incluso de envejecer. Pero un segundo, o incluso menos, también es el lapso de tiempo que tarda una bala en recorrer 200 metros hasta impactar en la cabeza de alguien.

Sonó un tremendo estallido. Un hombre moreno de unos 30 años, con gafas y perilla, había disparado un arma. Vestía con camisa blanca de mangas cortas, bermudas verdes y chanclas. Su mirada era sencilla y entera. Rezumaba tranquilidad, como si no hubiese hecho nada.

Disparé mientras sentía el retroceso de mi arma. Calibré cuánto tiempo tardaría la bala en alcanzar la diana. Qué ideas recorrerían la cabeza de aquel hombre, cómo penetraría el proyectil en su cráneo y qué sentiría.

Estallé mi velocidad: me deslicé lo más rápido que pude por un enorme embudo metálico. Había una salida. Por allí emergería. Mi dirección estaba determinada porque noté claramente que el tobogán por donde me rozaba estaba hecho para mí. Cuando llegué a la salida liberé mi fuerza y comencé a volar. ¡Qué maravilla! Navegaba por un espacio desconocido.

Una bala está creada para planear hasta que la detenga un objeto o la propia inercia. Aunque siempre impactas, incluso con el suelo. Es algo que una bala sabe. En la fábrica donde me crearon deseaba vivir ese sueño. ¿Cómo sería mi gran viaje? ¿Qué vería?

Mi cuerpo reflejó el Sol al instante, el cielo azul y las espumosas nubes blancas que adornaban el firmamento. Los coches aparcados y los que se movían. Los taxis. Aquel pequeño insecto y sus amigos. Las miradas de dos mirlos y los demás pájaros que volaban, incluso los bigotes de aquella rata. Veía todo redondeado y un poco deformado sobre mi tronco cilíndrico. Lo más sorprendente era la cara de la gente al percibirme volar. Al principio creí que tenían miedo, pero enseguida supe que se trataba de admiración ante un vuelo tan sublime. Había nacido para este momento.

Todos se tiraron al suelo para ver mejor la pequeña estela que dibujé tras mi paso. El niño del carrito se sobresaltó ante el ruido que ocasioné. Junto a él, su madre gritó para saludarme. El hombre que la precedía decidió, sin más, que era más interesante distraer su atención en mis curvas que en el tabloide que dejó caer sobre la acera. Aquel individuo tenía aire de culto. Con barba de varios meses y aspecto de intelectual con un chaleco de punto y camisa de cuadros. Seguro que nunca había sentido mi silbido. Su expresión cambió a medida que lo adelantaba sin reparos. En una fracción de segundo me pegué contra el olor a perrito del puesto que había a mi izquierda. Mi cuerpo desdibujó la nitidez de una enorme salchicha y la frase: “Los auténticos perros de Madrid”. El cartel: “Calle Quevedo”. Y los barrotes de las ventanas de los bajos de los edificios. Incluso todos aquellos jamones, chorizos y quesos del escaparate de una tienda, aunque más ovalados y oblongos. Pero fue al pasar frente a dos niñas que andaban jugando con una muñeca cuando me percaté de que yo también era como un chiquillo. La diferencia era que mi niñez se reducía a mi creación y lanzamiento, por suerte. Ya que también había escuchado horribles historias sobre balas que nunca llegaban a volar y su vida era estéril para siempre. En cambio, yo era una de las afortunadas… Igual que aquellas dos niñas a las que les habían dado la oportunidad de ser pequeñas y crecer poco a poco. Su cara reflejaba tal felicidad.

Mi afilada punta cortaba el aire tan deprisa como podía. No cogí mucha altura y supe que no tardaría en chocar contra algo. Era una pena no haber divisado el lugar desde las alturas para tener una perspectiva más amplia de dónde estaba. Cuando creía que llegaría al infinito mi metálico cuerpo reflejó intensamente una mirada huidiza. Impactaría contra un chico de grandes ojos celestes. Sus pupilas se iban dilatando a medida que me acercaba. Su corbata azul conjuntaba con sus ojos. El traje gris ya era otra cosa, le quedaba un poco grande. Era de mala calidad y las pequeñas fibras que lo formaban llegaron a erizarse ante mi presencia. Intuí que supondría poca dificultad atravesar al chico y seguir mi camino porque los marcados huesos de su cara mostraban que tenía poca carne. Cuando llegué hasta él impacté en su ceja derecha. Me sorprendió lo rápido que disminuyó mi velocidad. La carne se abrió rápidamente por pequeñas capas con filamentos, pero el hueso tardó más en quebrarse. Encontré una masa gelatinosa de color gris que se iba volviendo roja por el líquido que la regaba. Dejé atrás aquel flan sanguinolento, deseaba seguir viajando. Hasta que otra pared de hueso me detuvo. ¿Era el final de mi viaje? ¿Y si me quedaba allí para toda la eternidad? Al instante detecté un movimiento producido por el chico al impactar con algo que estremeció la masa gris. Al principio estaba muy caliente, en cuestión de segundos comenzó a enfriarse y recordé el momento en el que después de fundirme en la fábrica me solidificaron en munición. Tal vez acabase de nacer algo, igual que yo. Incluso me alegré por éste nuevo objetivo que había cumplido.

Poco tiempo después me extrajeron de allí. Una chica con bata blanca me hizo unas pruebas, supongo que pare ver si estaba bien, y me depositó en una bolsa transparente para que viese todo a mi alrededor. Varios hombres me trasladaron hasta unas dependencias junto a otros objetos, también en bolsas de plástico transparente…

Después de varios meses alguien me cogió para mostrarme a un montón de personas. Un señor con túnica negra me miró fijamente, mientras otro con un traje azul marino me zarandeaba dentro de la bolsita. Vi el mecanismo que consiguió que me elevase. El hombre lo sostenía en la otra mano dentro de otra bolsa. Estaba muy agradecido, pero supongo que una bala sólo puede volar una vez en su vida.

Entre las rugosidades de mi momentánea cárcel lo distinguí. Él sí que era mi Dios. Había conseguido que realizase la labor de toda bala. Volar, deslizarme por el espacio en un viaje inesperado. Tenía el rostro preocupado y su pelo se adosaba repeinado sobre su cabeza como si estuviese mojado. La ausencia de gafas y perilla era significativa. Sus pómulos y su nariz eran distintos. Al tiempo que sus ojos teñían su mirada de un azul muy distinto al marrón que lució en mi gran día. Su camisa y la corbata le daban un aire extraño. Parecía otra persona: educado, caballeroso…

El hombre que me sostenía se sentó en una mesa y me dejó allí. Había mucha gente viendo el acontecimiento. Los que estaban acomodados más cerca de la escena debían ser más importantes. Parecía que hubiese un jurado y que las alocuciones versaban sobre las magnificencias de mi vuelo. Pero lo cierto es que no acertaba a adivinar el motivo del cónclave.

La sala estaba adoquinada por un gentío. De vez en cuando, alguien gritaba e infería insultos al autor de mi sueño aéreo. El cual se giraba constantemente con cara de pocos amigos. Desde luego había pasado algo que tenía que ver conmigo. Incluso unos hombres vestidos de azul y gorra llevaban congéneres mías, mientras guardaban la cordura del tumulto de los rumores. Pero aquellos proyectiles eran más antiguos que yo. Debían llevar bastante tiempo colgados de aquellos cinturones. Ya les tocaría su turno.

-¿Le importaría subir a declarar?

-Por supuesto que no me importa, de todos modos ya lo saben todo.

-¿Jura decir usted la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

-Sí, lo juro.

El alguacil retiró la Biblia y el acusado tomó asiento bajo la atenta mirada del juez, los letrados, el jurado y el numeroso público que abarrotaba la sala. El silencio se deshizo cuando alguien grito: “¡Asesino, sicario! ¡Pagarás por lo que has hecho!”.

-¿Fue usted el que disparó a Juan Ortiz el dos de junio de 2006 en la madrileña Calle Quevedo a las 4.37 de la tarde?

-Sí.

-¿Puede explicar porqué?

-Era un encargo, no lo conocía de nada. Sólo me dieron una foto y me explicaron que debía mucho dinero, a unos señores poco amigables, por culpa de unas apuestas. Yo sólo hago el trabajo, lo cierto es que no me importa de quién se trate. Es como el que tiene que poner una lata en un estante, la pone y ya está. Sin afectarle si se trata de una lata de tomates o de legumbres. Yo hago igual. Para mi no tiene valor a quién mato, lo esencial es acabar con una vida. No digo que sea el mejor trabajo del mundo, porque hay que tener pocos escrúpulos, pero paga las facturas.

Miren, nunca me hubiesen cogido. Lo que pasa es que ya estoy harto de llevar una vida en silencio. Siendo siempre anónimo. Sí, me pagan bastante dinero. Efectivo que nunca puedo gastarme. Durante un tiempo lo blanqueé. Otro delito porque el que también podrían acusarme, que agravaba más la situación. Pero ya estoy cansado de todo. De correr, de esconderme. Para que un día llegue alguien y te quite la fama que te has labrado durante años mientras te pudres entre rejas.

-¿Quiere decir con eso que se dejó atrapar?

-¡No! ¿Por quién me toma? Para nada, lo que ocurre es que tuve mala suerte. Llevo desde los 15 años asesinando. Es mi oficio y soy todo un profesional. Calculo minuciosamente cada uno de mis movimientos. Excepto aquel día.

-¿Qué pasó aquel día?

-Justo después de disparar a Juan, a plena luz del día. Disfrazado de uno de los camellos más conocidos de la ciudad. Para que la policía lo incriminase fácilmente. Me encontré con un guardia de seguridad fuera de servicio que me siguió hasta mi vehículo. Era lo de menos, ya que era robado y estaba disfrazado. Fue en un garaje cercano en el que tenía una moto a punto para la huida donde que aquel tipo me sorprendió. No se dirigió a mí. Por lo que se ve, me hizo un par de fotos y con la ayuda de un policía amigo suyo me identificó. Aunque lo que quería era hacerme chantaje. Claro, tuve que asesinarlo. A él y al policía. También a sus mujeres. Y después de todo aquello, en tan sólo dos días. Una de las hijas del policía de 12 años confirmó a los otros agentes que su padre tenía una caja fuerte. Fue allí donde descubrieron las fotos. Que luego relacionaron con la escena del crimen y más tarde con mis datos y mi domicilio. Por eso estoy hablando. Sé que lo saben todo y quiero colaborar para que me reduzcan la condena. Total, por asesinato no me pueden juzgar más de una vez, lo sé, y todo lo que estoy confesando demostrará mi buena voluntad. ¿Verdad señor juez?

-Hombre. Tal vez le rebajemos la condena, está claro.

Después de aquello no volví a saber nada de mi maestro. De mi amigo y del autor del día más grande de mi vida. Era increíble, nadie más sería tan importante en mi devenir y se lo llevaron esposado. Todavía no sé por qué. Bueno, nadie me preguntaría a mí. Tal vez la intensidad de las acciones en mi corto transcurrir me eximían de opinión. No obstante, hubiese dicho algo bueno sobre el bien que me produjo.

Después de unos años en la bolsita fui a parar a un basurero. Y por arte de magia al cuello de un joven con el pelo de punta y de colores. Incluso fui parte de su mechero. Fueron buenos años. Vi muchas cosas y escuché buena música. Luego desaparecí en la mesita de noche de una chica que me guardó en un cajón durante años. Al final, acabé otra vez en un basurero. Pero claro, quien ya voló una vez no puede volver a hacerlo. ¡Nunca creí que un día llegase hasta un horno! Supongo que ahora, algún día, mis pedazos volverían a volar. Al fundirme desaparecí en mil segmentos. Sentí mucho calor y todo se desvaneció.

1 comentario:

sardinita dijo...

fijate que me imaginaba al pistolero en la fería, con el pantalón rodillero, las chanclas y todos sus avios........ que bueno eso de despertar la imaginación de los demás :D from málaga