sábado, 5 de abril de 2008

La caja de música

Las notas volaban. Tres turistas daban vueltas a las manivelas de unas pequeñas cajas de música en la puerta de un comercio. Uno de ellos hizo sonar la canción de La Bohème. Se giró hacia los demás y dijo que había encontrado su canción. Recordaría París con aquella melodía.

Sus vacaciones expiraban al día siguiente y el Sagrado Corazón era lo último que deseaba contemplar. Después de visualizar detenidamente la basílica sin hacer una foto y pasar por la famosa plaza de los pintores que estaba al lado, sin comprar un cuadro o hacerse un retrato, encontró aquella tienda de recuerdos.

De regreso al hotel fue dando vueltas a la pequeña manivela de la caja de música haciendo sonar la canción sin cesar. Cuando habían recorrido tres paradas de metro una chica le dirigió una sonrisa. A la que él contestó con otra nueva vuelta de manivela. Pero al poco llegaron a su parada y se levantaron para salir del tren. Al irse se giró y volvió a observar a la chica. Movía los labios en intuyó que repetía la letra de la canción en silencio. Segundos antes de que se cerrasen las puertas volvió a adentrarse en el vagón sin saber porqué, ante la atenta mirada de sus compañeros a los que no les dio tiempo a regresar al vagón.

Tres años más tarde Roberto siempre celebraba su aniversario en París. Donde conoció a María, otra española que también andaba de vacaciones por allí. Por supuesto, en algún lugar en el que pudiesen escuchar su canción: La Bohème.

Subí al vagón y la miré detenidamente. Era una chica morena de ojos verdes vestida de negro riguroso. Tenía una bolsa de plástico de la que sobresalía una barra de pan. Me contemplo con cara de sorpresa y justo al intentar hablarle se levantó para sentarse al final del vagón. Así que se senté resignado, preparado a volver al hotel. Hasta que un chico que había sido testigo de la escena me explicó que las francesas podían ser muy estiradas. Me contó que él vivía en París hacía unos meses y que ya estaba acostumbrado a ver cosas así. Seguramente le di un poco de pena y me sugirió que si quería conocer a alguien que le acompañase. Estaba invitado a una exposición de pintura en un pequeño local, pero sólo conocía al pintor.

Después de unos segundos nos bajamos del tren y salimos del metro. No sabía ni en qué barrio estaba. Acompañe al chico cordobés por unas calles empedradas y estrechas hasta un pequeño local del que salía mucha gente. Sacó su invitación y pasamos. Nadie hablaba español. Todos vestían de negro, lo que era magnífico para el artista ya que los exuberantes colores de las pinturas resaltaban como el destello de un rayo en una noche de tormenta.

Nos acercamos al primer cuadro. Justo cuando iba a hacer una interesante reflexión artística, por supuesto para intentar quedar bien aunque no entendía de pintura, el chico me dijo que había visto a una chica con la que había roto y salió de allí casi corriendo. Sin tiempo a reaccionar, me quedé plantado frente al cuadro sin saber qué hacer. Volví a mirar el lienzo y me percaté de que los dibujos reflejaban la vida cubana. Sobre todo porque en una esquina ponía: La Habana.

-¿Te apetece tomar algo?

Me giré y era un chico con un gorro de colores con acento francés.

-Venías con Gerardo, ¿eres español no? Ni siquiera me ha saludado, ¿por qué se ha ido?

-Creo que ha visto a una antigua novia con la que no quería encontrarse.

-Vaya tío…

Después unos instantes comprendí que se trataba del pintor. Me explicó que había vivido unos años en Cuba y por eso hablaba algo de español. A los cinco minutos, al ver que no tenía intención de comprar nada se fue y volví a quedarme solo.

Roberto salió del local y la encontró. Intentaba entrar en la exposición sin invitación. También estaba sola y hablaba con un acento francés inconfundible, era española. Intervino en la conversación para explicarle que no podría entrar sin invitación, pero que si quería él podía contarle lo que había visto. La chica no opuso mucha resistencia ante la invitación de su salvador.

Roberto me salvó. Después de tantos días buscando algo que recordar de París lo encontré a él. Al irnos del local sacó una pequeña caja de música y me dijo que la música le había llevado hasta mí.

Aquella noche andamos por cientos de calles de las que no recuerdo el nombre. Sólo aquella música. Lo único que me quedó de él. Al hacer la maleta, por la mañana, metí su número de teléfono entre otros papeles que extravié en el viaje de regreso a casa.

Cuando llegué a Málaga me pasé dos meses intentando descubrirlo paseando por alguna calle o tomando un café con unos amigos. Aunque no volví a verlo.

La describí a todos los que conocía. Se llamaba María, también vivía en Málaga… Al tiempo comprendí que no me había llamado porque aquella noche tan especial no había significado nada para ella. Hasta que vi aquella exposición de Francia en un museo.

Entré en la sala y sonaba nuestra canción en un pequeño apartado dedicado a los grandes éxitos franceses. Me adentré en la estancia y alguien me golpeo suavemente en la espalda: “La música que te ha vuelto a traer hasta mí”.

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