martes, 1 de abril de 2008

El sexo de los sentimientos

Un metro de siete vagones llega a la parada de Frankling D.Roosvelt en París, donde se cruzan la línea nueve y la uno. Unos sesenta pasajeros se agolpan en el muelle mientras el próximo metro se aproxima. Cuando la máquina se detiene frente a ellos se adentran a empujones. Un caballero de color ha ocupado un asiento del primer vagón, pegado a la cabina del conductor, buscaba un rincón en el que reposar su pesar. Se frota la cabeza ligeramente, está pensativo. No puede dejar su trabajo de recepcionista aunque su superior lo trata como a un necio. Su familia y él mismo necesitan el dinero para subsistir. Vive la situación desde hace años sin decir nada. Aquel lunes infernal, antes de que llegase el metro, a escasos siete metros de él, durante unos segundos, pensó incluso en lanzarse a las vías y acabar con su vida.

Un hombre blanco con traje gris y gabardina va de pie. Mira hacia abajo y descubre a un pasajero sentado con las manos sobre la cabeza. El suelo está manchado de pequeñas gotas.

Hoy había tenido otro mal día en el trabajo. Aún así, se había puesto su mejor traje y su más amplia sonrisa. Es lunes, el viernes termina su contrato y lo despedirán. Tiene 45 años, dos hijas de menos de 10 y las letras de la casa por pagar. Su mujer murió de cáncer el año pasado. Pero todavía no había tenido ni tiempo para llorar su pérdida. La angustia le sobrecoge el pecho y también comienza a sollozar. La primera lágrima que desprende cae sobre la cabeza del hombre de color que está sentado casi debajo de él. Siente vergüenza de que lo vean llorar también y levanta un segundo la cabeza, la chica de las gafas de pasta y pelo rubio del siguiente vagón lo está escudriñando.

El tren no tiene dependencias estancas entre los vagones. Desde el primero al último se articulan sin divisiones, en las rectas se alcanza a ver desde una punta hasta la otra. Las piezas se mueven de manera ejemplar, mientras los centímetros de vía y el tiempo relativo formalizan el pacto entre lo funcional y la vida en sociedad.

De pie, se aprecia un mar de cabezas: pelos rizados, negros, lacios, rubios, con mechas. Con trenzas, recogidos, cortos. Castaños. Destaca un bonete rojo con orejeras y una punta hacia arriba. Sombreros de ala corta. Gorros de lana de colores con dibujos geométricos. Pañuelos de seda, de hilo, de materiales inventados… cubren las caras de algunas mujeres. Rostros pálidos, oscuros como el betún, mestizos, rojos, amarillos, rosados, bronceados, con pecas, con granos e incluso desfigurados. Gestos inexpresivos, traumatizados, triunfadores, serenos, imitados, cansados, felices, inventados, amargados, viejos o alucinados. Rostros con antifaces: gafas transparentes, de colores, de pasta. Ojos negros, azules, verdes, turbios, grandes, tristes, ávidos, lentos, perdidos, incautos, observadores, ensangrentados, cristalinos, apagados o encendidos. Narices de brujo, boxeadoras, de galgo, peludas, de cerdo, rectas, bonitas, normales o insulsas. Pómulos operados, apretados, inexistentes… Labios carnosos, inflados, chupados hacia adentro, deformes, apetecibles, insinuantes…

Paul mira al frente. La chica de gafas que tiene a escasos dos metro murmura en un francés culto que los poemas siempre están dedicados a alguien. Saca un libro del bolsillo, lo abre por la mitad, vuelve a mirar a alguien y rompe una página que cae al suelo. El título del poema:”El hombre que se atrevió a llorar”. Observa como sigue buscando más páginas mientras derrama lágrimas de poetisa. Lo que le sustrae a la imagen de su hermana. Tenía una enfermedad mental y había muerto hacía dos años. Para no mirar fijamente a la chica del libro y los llantos, decide dirigir su vista hacia uno de los cristales. Sirven de espejo, gracias al color negro del exterior. En un gesto enfurecido, la chica tira sus gafas. Paul encontró a su hermana desparramada en la carretera, cerca de su casa, se había lanzado al asfalto entre risas y bailes de ninfa. Le contaron que antes se arrancó las gafas del rostro. La hermana siempre creyó ser un hada. Vivía en un bosque y todo eran criaturas hechas para amar.

Un intenso rumor líquido parpadea en su lagrimal hasta que decide salir de un salto. El enorme goterón cae en el zapato de una mujer mayor china. El calzado es de tela y lo absorbe rápidamente. Aunque la mujer se percata de la escena.

El pelo blanco de la asiática traduce su edad en lustros. Ni su marido alcohólico ni las deudas de juego de su familia habían hecho mella en sus facciones inmutables hasta ese momento. Lugar e instante en el que construye un inerme paraíso en el que habita ella sola. Allí corre y juega con mariposas. Un edén en el que no hay seres humanos. Por lo que nunca volverá a sufrir. Al despertar de sus rezos palpa su bolso y recuerda que el plazo para pagar la última apuesta de su cónyuge expira hoy. No comerán en varios días. Beberán agua, como de costumbre. En aquella pequeña habitación que les regalan por ser ancianos y trabajar más de diez horas en labores artesanales. Bueno, en realidad es ella quien trabaja, su marido ya no puede. Ahora, sus mejillas están desbordadas del ingente enemigo de la compostura y sus lágrimas amanecen rápidas una tras otra en pequeñas cantidades.

La siguiente parada es la de los Campos Elíseos, atestada de gente. Cincuenta personas esperan colarse en algún reducido espacio que los transporte hasta sus destinos. El reloj de la estación marca que el tren llegará en dos minutos y nueve segundos, el ruido preconiza que tan sólo faltan diez segundos.

Desde el principio de la estación, a medida que el tren avanza, los rostros de los que esperan se van transmutando y quedan tibios. El silencio se hace y las puertas se abren. Dentro del tren sólo se escuchan lamentos. Todos lloran.

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