sábado, 5 de abril de 2008

200 pedazos de mí

-¿Cuándo lo harás?

-El próximo lunes, no habrá mucha gente.

-Podrían meterte un puro, ¡cuanta menos gente te vea mejor!

-Quizás… Los policías franceses no se andan con tonterías.

-¿Sabes que hay unos policías únicamente para el metro?

-Sí, aunque nunca los he visto a partir de las 10 de la noche.

-¿Y ya tienes preparados los carteles?

-Sí. Tengo unos 200, por si acaso.

-¿Cómo lo has hecho?

-Espera, te enseño uno.

En un folio en vertical había dibujado una chica con el pelo hasta los hombros. Se estaba cubriendo los ojos con las manos y entre los dedos semiabiertos se veía parte de sus enormes pupilas. Estaba dibujada hasta la cintura, en blanco y negro. Debajo había pegado otro folio, también en vertical, que continuaba el dibujo en el que había escrito un poema en letra grande. Al final del mismo, estaban dibujados únicamente los pies. Pero las 200 copias no eran exactamente iguales, había una variación importante: el dibujo era el mismo, aunque había ensamblado distintos poemas en el folio vertical que continuaba la cintura de la chica. Había 10 poemas distintos que en realidad componían una poesía completa.

-¡Está muy bien!

-Bueno… Ya sabes que yo escribo, lo de dibujar no es precisamente lo mío. Hice lo que pude.

-Me parece muy buena idea. Espero que consigas lo que quieres…

Fue hasta la línea 13, por aquello de que no creía en la mala suerte, sino que más bien la desafiaba. La famosa línea en la que más parisinos se quitaban la vida cada año. Entraban en los túneles del metro, se adentraban hasta un tramo en el que el metro llevase la suficiente velocidad y se arrojaban a su paso. El peligro de realizar la misma operación en alguna parte del recorrido, en la que el vehículo subterráneo no llevase mucha velocidad, era que el impacto podía mutilarte o dejarte maltrecho, pero no matarte.

Tengo miedo

a la locura

de ser feliz

y que me amen.

En la primera estación pegó una veintena de carteles en distintas paredes y columnas. Los fue pegando de manera que los pasajeros del metro pudiesen verlos desde dentro. Para que la sensación de continuidad, entre la parte del poema de una estación y de la siguiente, fuese clara.

Por supuesto, quería llamar la atención con la particularidad de que sobre la poesía estaba el dibujo de la chica. Sabía que sería difícil competir con las pintadas y carteles que inundaban cada rincón. Llegaba un momento en el que tanto bombardeo de información creaba en la gente la capacidad de abstraerse de cualquier mensaje. Pero ansiaba aportar algo y producir una obra de arte, en vez de un acto vandálico. Ayudado por el reclamo de la chica, a nadie le podría pasar desapercibida la poesía adosada en letras grandes. Eran frases cortas e incluso había probado en su casa a leer el trozo de poema andando, como un peatón que la viese por sorpresa, para ver si daba tiempo, sin pararse, a leerlo. Sabía que mucha gente utilizaba el metro como medio de transporta para ir y volver del trabajo. Gente que iban demasiado acelerados para fijarse en nada, algo muy normal en una gran metrópoli.

Tengo miedo

a unos labios

que roben

mi fortaleza

y desmonte mi armadura.

En la segunda estación no había casi nadie. Ya eran las diez de la noche. Un lunes de enero era el mejor momento para hacer algo parecido sin tener mucho público.

Amén a los hombres

que exponen sus corazones

a riesgo de perder

su alma.

Estación tras estación se iba descubriendo la continuación del poema, en perfecto francés, que le había traducido un amigo, bastante ducho en atentados y motines culturales. No tardaron mucho en traducirlo, el primer mes del año nuevo. Después de un diciembre muy difícil. En enero nevó sólo una vez en la ciudad de la luz, el mismo número de veces que había sucedido algo bonito que hiciese mella en su corazón. Así que al terminar de traducir el poema, también estaba listo para realizar su obra maestra.

Después de una tediosa hora de espera en la butaca de su abuela apareció el dichoso gato. Manchado de barro hasta las uñas y con su original pelaje anaranjado plagado de calvas. Dos semanas eran demasiado para creer que volvería a verlo, simplemente esperaba la llegada de su abuela, inventando explicaciones cada vez más descabelladas sobre la desaparición de su pequeño felino. Momento que cambió sustancialmente su vida ¿Pero qué tiene que ver un gato con una decisión que pueda cambiar una vida? Mucho, aunque no lo parezca. Lo explico: cuando encontró el gato fue cuando creyó que había tocado fondo, pero únicamente lo creía, en realidad todavía no había llegado hasta el fondo del pozo. Cuando llegó su abuela había limpiado al animalito. Seguía con calvas y oliendo mal, pero por lo menos seguía vivo.

Dos semanas antes, había organizado una pequeña fiesta en la casa, la cosa se desmadró más de la cuenta y, al día siguiente, Peluso ya no estaba. Algún cabrito de los que vino a la fiesta se lo había llevado. Quizás creían que le habían hecho un favor, porque fue el gato que le regaló su novia cuando se comprometieron. La cuestión es que como no tenía casa fija, decidió dejar el gato en casa de su abuela. Era la única familia que tenía en París. Había emigrado durante la época franquista a Francia y se había quedado allí a vivir. Al intentar recuperar al gato, después de dos semanas, su abuela se había encariñado tanto con el animal que fue incapaz de arrancarlo de su hogar. Pero claro, al dejarle la novia, casi en el altar, por aquella chica tan guapa de su trabajo, tuvo un dolor tan intenso que todo lo que le recordase a ella había ido a parar a la basura. Excepto el gato. Con su contoneo de cola y aquella independencia, le recordaba que Lucile se había aprovechado de él. Le había amado hasta que, casualmente, perdió el trabajo, su futuro y un poco el norte. Todo eso antes de la boda. Resumiendo, se fue, como el gato, a donde pudiesen alimentarla bien. ¿Y qué tiene que ver todo esto con el poema? Pues que se dio cuenta que el animalito volvió a él, aunque magullado y desecho. Su mirada le dio a entender que le perdonaba no haberle dado de comer durante cinco días, antes de la famosa fiesta. Y que tal vez nadie lo hubiese secuestrado, sino que aprovechó para escapar. Así que decidió que tenía que hacer algo para que Lucile supiese que la seguiría esperando. Que quizás le había dejado porque ya no le daba de comer, pero en el sentido espiritual… Por eso ella también había escapa y quizás, como el felino, fuese capaz de perdonarlo.

Mi maltrecho corazón

Ya no es capaz

De volver a amar.

Salió de la última estación tras colocar la décima y también última parte de su poema. Había firmado con el nombre cariñoso con el que le llamaba Lucile, para que supiese que era él. Al día siguiente todo el mundo comentó aquella obra de amor del metro de París. Incluso los medios se hicieron eco del suceso, Lucile también, aunque nunca se lo contaron a nadie. Fue para siempre su más preciado secreto… El más doloroso y el más bonito.



PUBLICADO EN: DESTIEMPOS.COM

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